Muchas veces me siento a pensar en las ganas de irme a la mierda que tengo, en las ganas de tener 18 años y mandar todo a la reputisima madre e irme muy lejos, lejos de la polución bonaerense que me enferman minuto a minuto. Lo acepto, pocas veces pienso en ella.
Pero la vida, de una u otra forma, (la vida, nosotros, jebús o la ley de causa y efecto, indistintamente) nos brinda momentos prácticamente límites en los que realmente abrís los ojos.
Abrís los ojos para siempre, dejas de generalizar, de estereotipar y te das cuenta de la persona que tenes enfrente. Esa persona que desde el momento en el que supo que estaba embarazada, me entrego su vida, sin condición alguna. Esa persona que me enseñó, que me formó como persona, que me aconsejó y que siempre estuvo para ver más allá. Esa persona que cuando tiene que ser mamá es mamá, y cuando tiene que ser amiga, es amiga. Esa persona que se merece mucho más de lo que cualquier cristiano, incluyendome, podría darle. Esa persona que es capaz de poner las manos en el fuego una y otra vez por mi, a pesar de quemarse. Esa persona que sabe todo de antemano, que grita cuando no quiero escuchar, que hace de mis ojos cuando no quiero ver. Esa persona que aún me quiere y no entiendo como. Esa persona es mi vieja, y la amo más que a mi propia vida.
Carajos y recontra re mil carajos.
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